San Ignacio nació en Antioquía (actual Turquía) hacia el año 35. Su nombre quiere decir “lleno de fuego” “fogoso”. Se cree que fue discípulo de San Pablo y de San Juan, el evangelista. Además de ser el primero en llamar a la Iglesia “Católica” (universal).
Por 40 años fue Obispo de su ciudad natal, la segunda más importante para los cristianos de entonces, después de Roma. Ejerciendo tal servicio, se encargó de enseñar la doctrina de la Iglesia, motivo por el cual hoy se le da el título de “Padre de la Iglesia”.
Entre sus escritos destacan cartas a los efesios, magnesios, tralianos, romanos, filadelfios, esmirniotas y a Policarpo. En ellas sus principales enseñanzas se basaban en la eucaristía, la obediencia a la jerarquía eclesial, la virginidad de María, entre otros temas que aún hoy son dignos de lectura y aprendizaje.
Pero sin duda lo que más llena de admiración sobre este santo fue su martirio pues, cuentan los hagiógrafos que siendo él Obispo de Antioquía, surgió una declaración del emperador Trajano, el cual promulgaba que todo aquel que no rindiera culto a los dioses paganos, sería condenado a muerte.
Ignacio, en su papel de fiel cristiano, no cumplió con tal decreto y fue condenado al martirio; y lejos de manifestar tristeza o rencor por ello, se sintió muy alegre, llegando incluso a rechazar la idea de sus seguidores de boicotear el acto que acabaría con su vida y que además sería público.
Así fue como corriendo el año 107 en la ciudad de Roma, Ignacio fue echado a los leones en pleno circo frente a una multitud enardecida.
Ya para el siglo IV su memoria era celebrada por la Iglesia de Antioquía, en la misma fecha que en la actualidad.
Con información de: EWTN, www.santopedia.com y Wikipedia.
Gabriel Ceballos
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