Comentario Pastoral
EL EVANGELIO DE MARCOS
Hoy comienza a leerse el evangelio de Marcos, que es el correspondiente al ciclo litúrgico asignado para este año. Durante una treintena de domingos se proclamará lo más fundamental de este segundo evangelio, el más breve y menos sistemático, pero rico en vivacidad para los hechos esenciales, narrados por un testigo ocular cualificado. Con San Marcos, intérprete y discípulo de San Pedro, se pasa del Evangelio predicado oralmente por los apóstoles y memorizado por las primeras comunidades cristianas, al Evangelio escrito.
San Marcos escribe únicamente para presentar con realismo el misterio de la persona y de la obra de Jesús, reuniendo todo en torno a tres grandes títulos cristológicos: Hijo de Dios, Mesías, Hijo del hombre. Ningún evangelista subraya tan frecuentemente la humanidad exquisita y genuina de Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías glorioso y humilde.
Los destinatarios de este evangelio, escrito antes del año 70, son claramente cristianos de cultura romana. En el texto existen latinismos y es evidente la preocupación por explicar los usos y costumbres judías y por precisar los lugares geográficos o traducir palabras arameas. Relatando un gran número de milagros de Jesús, San Marcos quiere demostrar a los romanos, gente de acción más que de pensamiento, que Jesús es el más fuerte, porque está dotado de la omnipotencia del Dios viviente y personal.
El comienzo del evangelio de hoy coincide con el inicio de la predicación de Jesús, sus primeras palabras son estas: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed la Buena Noticia”. En esta breve frase se advierten dos situaciones: una situación objetiva, referente al tiempo, que manifiesta que el Reino está presente; y otra subjetiva, que depende del hombre y de su libertad: la necesidad de la conversión. Con la venida de Jesús la historia universal ha entrado en su fase definitiva de plenitud. Para entrar en la salvación el hombre debe cambiar su mentalidad, su actitud moral; debe convertirse y así unirse personalmente al misterio de Cristo.
No hay conversión del corazón sin adhesión en la fe. Si es preciso, hay que dejar las redes o al padre, como nos narra San Marcos la vocación de los primeros discípulos. Nunca el propio trabajo, ni lo que es base del sustento diario, ni la sociedad que nos rodea, ni la propia familia debe ser obstáculo para el evangelio. El Reino de Dios es una aventura misteriosa, que obliga a abandonar lo que se tiene y exige una respuesta incondicional. El tiempo es breve, el momento es apremiante; la llamada, urgente y decisiva.
Andrés Pardo
Palabra de Dios: Jonás 3, 1-5. 10 Sal 24, 4-5ab. 6-7bc. 8-9 san Pablo a los Corintios 7, 29-31 san Marcos 1, 14-20
de la Palabra a la Vida
Hace un mes escuchábamos cómo Juan el bautista empleaba en el evangelio la misma palabra que el Señor hoy: “conversión”. El bautista nos invitaba a preparar los caminos como conversión para la venida del Señor. Viene este y nos invita a la conversión para… ¿para qué? La conversión a la que Cristo nos llama en el evangelio de hoy es necesaria para una consecuencia de la fe, como una forma de expresar la fe: “Convertíos y creed” es una propuesta de Jesucristo a no perder el tiempo después de decirle que creemos en Él, que creemos que es el Señor o que le queremos más que nada. La conversión conlleva ser discípulos, tal y como hace Jesús en el evangelio de hoy, y conlleva una vida santa, como encontramos en la invitación a la conversión a los minivitas en la primera lectura.
Ya lo veíamos en los anteriores domingos: ese seguimiento de Cristo se hace como escucha a una palabra y en obediencia a ella. Por eso, hoy podemos aprender el versículo que hemos repetido una y otra vez en el salmo responsorial y llevarlo a casa, al trabajo, cuando salgamos de casa, de paseo, o cuando experimentemos en nuestro interior el deseo de independencia, de rebelión, de ir a lo nuestro, de perder la caridad: “Señor, enséñame tus caminos”. Enséñame, Señor. Esta petición es ante todo una petición confiada, y por lo tanto valiente. Tenemos tanto que aprender, tantas cosas que nuestro corazón cree saber pero aún no sabe. Si echamos un vistazo rápido al tiempo de discipulado que los doce tienen con el Señor, encontraremos que los momentos de conflicto, de dolor, de equivocación o de división, surgen cuando los doce no quieren ser enseñados, o creen saber más incluso que el Maestro.
Por eso, para recorrer el camino del Tiempo Ordinario, para recorrer el camino de los discípulos de Jesús, es necesario aceptar ser discípulos, ser enseñados. Convertirse es aceptar pasar de ir por la vida dando lecciones a escuchar y aprender. Nuestro corazón adulto y autosuficiente se tiene que rebelar tantas y tantas veces… es entonces cuando conviene repetir: “Señor, enséñame tus caminos”.
Como no siempre es fácil, el salmo responsorial nos ofrece otra ayuda para que esa conversión que pide el Señor se dé en nosotros: en él encontramos la forma de dirigirse al Señor, de definirlo. El Señor tiene “ternura”, “misericordia”, “bondad”, “es bueno y recto”. Eso significa que es merecedor de nuestra confianza.
De hecho, el salmo nos presenta dos características que vamos a encontrar en los discípulos, que van a ser necesarias para poder ser discípulos de Jesús, pues este enseña su camino a los pecadores y a los humildes. El Señor ha venido a llamar a los pecadores, a los enfermos y no a los sanos, es decir, a los que se reconocen pecadores, y se convierten con humildad. No nos sobra ningún día recordar quién puede seguir al Señor: “los pecadores y los humildes”.
Para poder participar en la celebración de la eucaristía, en los sacramentos, en el encuentro con Cristo en la confesión, sólo podemos reconocernos pecadores y además ir con actitud humilde, dispuestos a escuchar y a aprender, para poder convertirnos… o nos quedaremos por el camino. Ante esa tentación, no dudemos, repitamos una y mil veces para convertirnos: “Señor, enséñame tus caminos”.
Diego Figueroa
al ritmo de las celebraciones
Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica
Teniendo siempre presente la oración de Jesús: “cómo tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos sean una sola cosa en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21), la Iglesia invoca en cada Eucaristía el don de la unidad y de la paz. El mismo Misal Romano -entre las Misas por diversas necesidades- contiene tres formularios de Misa “por la unidad de los cristianos”. Esta intención aparece también en las preces de Liturgia de las Horas.
Dada la diversa sensibilidad de los “hermanos separados”, también las expresiones de la piedad popular deben tener presente el criterio ecuménico. De hecho “la conversión del corazón y santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y con razón puede llamarse ecumenismo espiritual”. Un especial punto de encuentro entre los católicos y los cristianos pertenecientes a otras Iglesias y Comunidades eclesiales es la oración en común, para impetrar la gracia de la unidad y para presentar a Dios las necesidades o preocupaciones comunes, y para darle gracias e implorar su ayuda. “La oración común se recomienda especialmente durante la “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, o en el tiempo entre la Ascensión y Pentecostés”. Se han concedido indulgencias a la oración por la unidad de los cristianos”.
(Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, 182)
Para la Semana
Lunes 22: San Vicente, diácono y mártir. Memoria.
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